Por Eduardo
Cuando aún cursaba mis estudios universitarios, ayudaba a mi
padre en algunos trabajos que realizaba, muchas veces sin percibir remuneración
alguna, para diversas empresas enclavadas en nuestro municipio. En uno de esos
días en que ayudaba a mi papá y a sus compañeros, me pidió ir a buscar el
almuerzo a un restaurante que quedaba a unas 10 cuadras del sitio donde nos encontrábamos.
Yo vestía un overol azul en el que no quedaba un milímetro cuadrado que no
estuviese manchado de grasa, hollín y óxido de hierro. Recuerdo que le dije: -
Viejo dame un chance para cambiarme la ropa. Su respuesta fue una lección de
vida: - Hijo nunca te avergüences de andar por la vida con la ropa del
proletario, porque esa es la mayor riqueza que recibirás de tus padres, pertenecer
a la clase de los que transforman el mundo con su trabajo.
Mi papá, nació pobre, de solemnidad, como solía decirse en
aquellos duros años 30 en los que dio sus primeros pasos, en el histórico
barrio matancero de La Marina. Tercer hijo del último grupo de nueve hijos de
mi abuelo, que ya poseía cinco vástagos de otras dos mujeres, tuvo que luchar
muy duro por subsistir en la república neocolonial en que le tocó vivir su
infancia y adolescencia. Trabajó de mensajero de dulcería y de bodega, vendedor
de periódicos, limpiabotas, ayudante de albañil, y lo que apareciera. Tal y como
era la costumbre entre los pobres, nunca dejó de entregar a mi abuela, la mayor
parte de lo que fuese capaz de ganar con su trabajo.