jueves, 7 de julio de 2011

Cartas a mis niños. Versión Libre de un cuento de Tagore.


Rabindranath Tagore
Por Eduardo

Queridos niños míos:
Hoy les quiero contar una historia acerca de la importancia de respetar y querer siempre a los padres. Es un cuento viejo, escrito por un hombre muy sabio. El poeta y escritor indio Rabindranath Tagore. Cuando era un niñito, como ustedes, me leí esa historia, y nunca más olvidé la enseñanza que se transmite en ella. Hubiera querido tener el original de Tagore para enviárselo, pero como no lo poseo les haré una versión mía y libre del cuento; que no tendrá la calidad literaria del que escribió ese hombre sabio, que entre otras cosas ganó el Premio Nobel de Literatura; que es el premio que el mundo entrega a los grandes del saber en casi todas las ramas del conocimiento, pero reflejará la anécdota tal y como la visualizo desde lo más profundo de los recuerdos de mi niñez.

La escudilla de madera.
Original de Rabindranath Tagore, en versión libre de Eduardo

Había una vez, en un pequeño pueblito, de ese grande y milenario país que es la India, una familia vivía en una casita hermosa de techo rojo y paredes blancas. La familia la componían el cabeza de la familia, un hombre joven de unos 25 años, su esposa, el pequeño hijo de ambos de unos 7 años (el niño tenía la edad de ustedes), y un anciano venerable de barbas y cabellos blancos que era el padre del joven, y por tanto abuelo del pequeño niño.

En un país donde existían personas muy ricas y poderosas, que recibían el título de Rajá, que es igual a decir príncipe en nuestra lengua, y otras muy pobres que mendigaban el pan de su sustento por las calles de los pueblos; la familia de nuestro cuento no vivía en la miseria. El anciano venerable de barbas blancas, como todos los abuelos, una vez fue joven y fuerte. En ese tiempo trabajó un pedazo de tierra que heredó de sus padres con tesón y ahínco. Con el fruto de su esfuerzo logró que su esposa y su hijo, que es el hombre joven de nuestra historia, no sufrieran nunca el hambre que afectaba a miles de hombres, mujeres y niños en esa tierra.
Día a día, como hacen los hombres que hacen del esfuerzo diario su credo, se levantaba bien temprano en las mañanas, se dirigía a su tierra para regar las simientes (es lo mismo que decir semillas) que plantaba con sus manos, con el sudor de su frente. Sin embargo, no todo lo que sembraba era para su familia. El, como todos los campesinos, debía entregar parte de su cosecha al Rajá, que vivía parasitariamente del trabajo de su pueblo. Porque el rico nunca dobla la pelvis y se inclina ante la tierra para sacarle los frutos. Los ricos desde tiempos inmemoriales, viven como sanguijuelas del trabajo de los demás. Y entre todos los ricos, los Reyes y los Príncipes, siempre han sido los mayores expoliadores. Pasan su existencia casi siempre entre el lujo y la opulencia, mientras el pueblo sufre en sus míseras casas el flagelo terrible del hambre.
Pero volvamos a nuestra historia, como todos los hombres, aquel hombre vio pasar su vida ante sus ojos, y un día descubrió que sus brazos no tenían ya la fuerza que antes tuvieran, y que sus ojos ya no veían con la misma nítida claridad de antaño. Su cabello y su barba se tornaron blancos, y su piel antes tersa y lozana se cubrió de arrugas. Como todo hombre en esta tierra, nuestro héroe se convirtió en anciano. Su amada esposa, que también era anciana, un día repentinamente murió y perdió a la compañera de toda su vida.
El hijo de nuestro anciano creció al lado de su padre, y como cada día observó a su progenitor luchar por el sustento de su familia, aprendió de él la entrega al trabajo, y las técnicas para hacer que la tierra patrimonial fructificara. En la India existe la costumbre de que el Jefe de la Familia ocupe siempre el lugar de honor en la mesa a la hora de la comida. Nuestro anciano, no solo por edad, sino por el esfuerzo realizado y por merecimiento ganado, siempre ocupó este sitio en el comedor de la casita de techo rojo y paredes blancas. A su hijo nunca la pasó por la mente disputarle al padre el lugar de honor en la mesa patrimonial, porque en esas lejanas tierras es asunto de mucha importancia el rendirle tributo y consideración a los mayores.
Pero un día el joven se casó con una muchacha que no había sido educada en los principios del amor a los padres y la veneración a los ancianos. Al mes de estar casada le dijo al joven.
- Esposo mío, creo que debes ocupar el lugar que te corresponde en la mesa. Tu anciano padre ya no es quien procura el sustento de la casa, por tanto ahora tú eres el jefe de la familia y debes sustituirlo en el lugar de honor en la mesa.
El joven que aunque bueno, era de espíritu débil, y adoraba a su esposa llamó al anciano y le dijo. 
- Padre, ya eres viejo, y tus brazos no tienen fuerzas para levantar el azadón o manejar el arado. Ya no mereces el puesto de honor. Yo seré a partir de hoy el Jefe de la Familia.
El anciano no respondió palabra alguna, con un gesto de asentimiento acató el mandato del hijo sin ninguna objeción.
Poco tiempo después la joven pareja tuvo un hijo que se convirtió en la adoración del viejo. El niño creció robusto y saludable, porque corría mucho por los campos y respiraba aire puro. Porque les aclaro que no hay nada para crecer fuerte y saludable como el ejercicio físico diario y la vida no sedentaria. Además de eso comía muchos vegetales como tomates, coles, coliflores, acelgas, habichuelas y otros más que le fijaban todos los nutrientes y le fortalecieron las defensas contra las enfermedades. Cuando el niño tenía siete años, que es la edad de ustedes ahora, la joven esposa dijo a su cónyuge.
- Amado esposo, ya tú padre no solo es viejo. Ahora además, se ha vuelto torpe. A veces derrama la sopa en los manteles. El niño debe aprender buenos modales, y no es conveniente que adopte la manera de comer de tu anciano padre, al que le tiembla la mano y le es difícil el hacerse llevar el alimento a la boca. Es mejor que el viejo coma en otra mesa y no en la nuestra.
A partir de ese momento los esposos situaron una mesita sin manteles junto a la suya, y en ella le servían sus alimentos al anciano. Un día, al viejo se le cayó el plato donde comía, y quedó al instante convertido en añicos. A la mañana siguiente la joven esposa le dijo nuevamente a su marido.
- Mi querido, la porcelana está muy cara. No es necesario servirle la comida a tu padre en un plato fino. A partir de mañana el anciano comerá en una escudilla de madera, y en vez de la cuchara de plata usará una de madera.
Por si no lo saben, una escudilla es un plato que no es como los que ustedes usan en casa, sino rústico y artesanal. Se hace de madera o de barro, y en muchos países los usan los pobres, que no tienen dinero para pagar un plato de porcelana o cristal. Lo que no sabían los jóvenes padres, es que el niño de siete años veía lo que ellos hacían y estaba en desacuerdo con el proceder de sus padres.
El niño quería a su abuelo, porque los niños como decía Martí, son los que saben querer. Quería al anciano de cabellos blancos que le contaba cuentos de las luchas entre dioses y dragones, así como las historias de los grandes héroes de la India. Porque todo niño debe conocer las historias acerca de los héroes de su Patria, para tener un día el valor de defenderla ante una agresión extranjera. El niño no sabía como ayudar a su abuelo, hasta que un día ideó una estratagema. Buscó dos pedazos de troncos de árbol, un cuchillo y comenzó a tallar la madera. Al principio sus padres no repararon en él, pero a los dos días se acercaron al verlo trabajar con tanto ahínco, y le preguntaron.
- Hijo nuestro, ¿a qué dedicas tanto empeño?
El niño, ni corto ni perezoso respondió:
- Estoy enfrascado en una tarea muy importante. Estoy tallando dos escudillas, y dos cucharas de madera, para cuando ustedes sean viejos poder servirles su comida. Cuando termine, con ellas, comenzaré a fabricar la mesa donde los sentaré.
En ese momento los jóvenes esposos repararon en el profundo error en que habían caído al separar al abuelo de la mesa familiar y desde ese día, restablecieron al anciano en el lugar de honor en la mesa. Hasta su muerte, unos años más tarde lo honraron como él se lo merecía. La principal enseñanza de este cuento es que se debe querer a los abuelos y a los padres con suma ternura y profundo respeto. Los que hoy son viejos en nuestra familia, un día nos dieron la vida, lucharon y se esforzaron por darnos alimentación, ropa, calzado y en la mayoría de los casos y una educación acorde con los más elevados principios éticos y morales. Quieran mucho siempre a sus abuelos y padres, cuando sus padres sean viejitos recuerden siempre que ellos los protegieron y los acunaron en sus brazos, cuando como casi todos los hombres al nacer, no podían defenderse de los peligros del mundo.
Los quiero mucho a los dos, un beso papá y tío

Eduardo

PD: Hijito. Mamá me contó que no quieres escribir más que oraciones cortas, y nada de párrafos. Si algún día quieres contar una historia como la que te he narrado, debes esforzarte en la escuela y escribir párrafos con oraciones largas. Al principio será difícil, porque no hay camino sin vereda, pero si te empeñas lo lograrás. Si no, cuando tengas un niño, como te tengo ahora a ti, no podrás contarles historias ni cuentos por correo, como los que yo te envío ahora.
Otro beso
Papá

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